Este texto es una de las 180 historias de Héroes en Tiempos Infames. 880 páginas que tratan en profundidad el fútbol argentino en la década de 1930. A mediados de 1935, la Italia fascista decidió invadir Etiopía. Alejandro Scopelli y Enrique Guaita, figuras argentinas de la Roma, fueron alistados en el ejército. Una noche desaparecieron de Italia. El espiante. Una historia que merece ser conocida.
Por Carlos Aira
EL ESPIANTE
Una cosa era vestir la Azzura; otra, dar la vida por Italia. Conquistar Etiopía no estaba en los planes sensatos de ningún argentino. Ellos vivían en la península. Eran ídolos y figuras. Sobre todo, Enrico Guaita. Il Corsaro Nero. Campeón del mundo y capocannoniere 1935/36. 28 goles en 29 partidos. Todo era un cuento hasta que llegó el final infeliz. ¿Qué sucedió aquella noche? ¿Qué les habrán dicho para dejar fama, dinero y una vida de privilegios? Tres criollos que no pudieron dormir en la casi otoñal noche romana. ¿Habrá sido cierto que los iban a mandar a la guerra en África?
En el África colonizada, Etiopía mantuvo su soberanía. A fines del siglo XIX fue invadida por el Reino de Italia con el objetivo de controlar el Cuerno de África. En 1935, Benito Mussolini preparó una nueva invasión hacia la Abisinia. La expansión fascista bajo el cómplice silencio de las democracias occidentales. Esa tierra fue el precio del entendimiento entre Italia y Francia.
Enrique Guaita, Alejandro Scopelli y Andrés Stagnaro eran figuras del calcio. El conflicto etíope excedía sus intereses. Llegaron a Italia beneficiados por el Jus Sanguinis. Jueves 19 de septiembre de 1935. Los futbolistas fueron citados en el cuartel de Via Paolina. Allí fueron recibidos por el General Giorgio Vaccaro. Su figura generaba respeto. Demasiado, tal vez. Hombre fuerte de la Lazio, el militar sentó a los argentinos; les habló de Etiopía y el rol que les correspondía como italianos. Los inscribió en el cuerpo de Bersaglieri y les dejó una frase: “Para el Duce, si pueden jugar para Italia, también pueden morir por ella”.
Los tres jugadores se retiraron pálidos del cuartel. Se comunicaron con Vicenzo Biancone, director deportivo de Roma. Los futbolistas sabían que debían cumplir el servicio militar, pero querían hacerlo en territorio italiano. Eran conscientes que las decisiones del Duce eran irrevocables, pero nadie podía pensar que tres estrellas cargarían armas bajo el tórrido sol africano. Biancone los tranquilizó y acompañó hacia el Consulado Argentino.
Al día siguiente, los Tres Mosqueteros no aparecieron en la práctica. El entrenador Luigi Barbesino no se preocupó. Estaba al tanto de la situación. El domingo comenzaba el campeonato y Roma recibía a Torino. Pasaron las horas. Nadie ubicaba a los argentinos. Sábado por la mañana. Alguien deslizó un rumor: se escaparon del país. Incredulidad. El presidente Vittorio Scialoja confirmó la noticia: los oriundi huyeron de Italia en la noche del jueves. Con pasaportes argentinos cruzaron la frontera hacia Menton, en la Costa Azul francesa. Allí esperaron a sus mujeres para tomar el primer vapor que los llevara hacia el Río de la Plata. El espiante se había cumplido.
El orgullo fascista consternado. Los Mosqueteros se convirtieron en traidores. El club emitió un duro comunicado calificando la huida como fuga ignominiosa. La prensa italiana no ahorró adjetivos. Il Littoriale destrozó a los argentinos:
“Están esperando barco que los devuelva a esa tierra que hoy les conviene llamar patria. Pero este nombre, por el cual millones de italianos tiemblan de entusiasmo sagrado, no está en la boca de los tres filibusteros, deshonrados como tres ladrones, con la cabeza baja, pálida por el miedo, la billetera llena de liras muy italianas, groseramente estafadas, y el alma llena de una cobardía inconmensurable. Tres ladrones nos han robado dinero y confianza. Los recibimos como sangre de nuestra propia sangre; para ellos, aplauso y agradecimiento, bienestar, protección y tranquilidad. Y aquí están; huyendo como tres mercenarios sin bandera, aturdidos por la feroz actitud de la Italia fascista. Aterrorizados por el glorioso uniforme de la Nación en armas. No eran italianos. La cobardía no puede tener ciudadanía de nuestro país. Pero el evento debe recomendar medidas oportunas. No necesitamos ovejas disfrazadas de leones dominicales. La llamada doble nacionalidad solo nos trajo desagradecidos y pusilánimes”.
2 de octubre de 1935. Con los futbolistas argentinos en alta mar, un millón de italianos se convocaron en la Piazza Venezia de Roma. Benito Mussolini anunció la intervención militar en Etiopía. “Creer, obedecer y combatir. La Italia proletaria y fascista de pie”, dijo exultante el Duce. Los Camisas Negras marcharon al frente cantando “Faccetta nera / Bell´abissinia. Aspetta e spera che già l´ora si avvicina!”.
Los oriundi llegaron a Buenos Aires el 8 de octubre. Enrique Guaita, el más buscado por la prensa, explicó las razones del regreso: “El único motivo que obedece nuestro regreso fue huir del servicio militar que nos robaría nuestra condición de argentinos, y eso me dolería más que perder cualquier fortuna. Si fuera para morir por la celeste y blanca, vaya y pase, ¿Pero para pelear por el Duce? ¡Cualquier día!”. Andrés Stagnaro brindó su visión: “Una tarde nos llamaron al comando y nos revisaron. Inmediatamente nos clasificaron aptos para todo servicio, dándonos la orden que muy pronto nos llamarían para mandarnos al frente. Pusimos en conocimiento a las autoridades de Roma, quienes nos prometieron ocuparse del asunto. Sin embargo no se produjeron novedades y viendo que las cosas andaban cada vez peor, decidimos liar nuestros petates y cruzar la frontera”.
Roma perdió el campeonato 1935/36 por un punto. Con la presencia del goleador entrerriano, la historia hubiese sido otra. Pasados los años y el horror, la figura de Enrique Guaita fue exonerada. El Indio nunca regresó a la península. Falleció en San Nicolás de los Arroyos, el 10 de mayo de 1959. “Addio Guaita! Addio Corsaro Nero!», tituló en tapa el Corriere dello Sport.
La tragedia de una nación. Vittorio Pozzo fue el técnico de Italia campeón del mundo 1934 y 1938. Sobre el final de su vida deseó reencontrarse con sus cuatro bersaglieri indiani. Viajó a nuestro país, pero el reencuentro con Guaita fue imposible: “La última vez que estuve en Buenos Aires lo busqué e invité a una cena que quería ofrecerle junto a Monti, Demaría y Cesarini (Orsi estaba demasiado lejos). Agradeció, pero no podía moverse de Bahía Blanca, donde estaba. En ese momento era un hombre culto, educado, serio, ordenado y disciplinado. Me lo sigo reprochando. Haber estado tan cerca y no haber hecho el corto viaje desde Buenos Aires a Bahía Blanca para visitarlo. Me queda en el corazón, con una camisa azul y lleno de nuestros sentimientos”.